Es curioso que el debate sobre los 600 millones de personas discapacitadas que habitan el mundo haya estado casi ausente del diálogo relacionado con los derechos humanos. A pesar de que las personas que tienen algún deterioro físico, sensorial, intelectual o mental conforman 10% de la población mundial, y de que 80% vive en países en desarrollo y enfrenta una marginalización social, económica y política aplastante, no se les ha prestado mucha atención.
En América Latina, donde se estima una población que asciende a 300 millones de personas, al menos 30 millones tienen una discapacidad.1 También estamos en condiciones de adelantar que los discapacitados conforman 35% —porcentaje desproporcionado— de la población latinoamericana que vive en condiciones de pobreza extrema y sufre las peores violaciones de sus derechos económicos, sociales y culturales.2 Actualmente el Banco Mundial estima que 20% de los casos de pobreza tiene relación directa con la discapacidad: en principio, es mayor el riesgo de tener miembros discapacitados en las familias pobres. En las poblaciones pobres hay el riesgo de tener discapacidades como consecuencia de desnutrición, condiciones de vivienda inapropiadas y condiciones de trabajo inferiores, y de carecer de acceso a los servicios de salud y agua potable.3 La falta de instrucción y recursos aumenta el riesgo de contraer enfermedades infecciosas, como el VIH-Sida.4 En estas poblaciones también es mayor el riesgo de sufrir lesiones que derivan en discapacidades y se generan en situaciones de violencia civil y conflictos armados.5 De hecho, el riesgo de discapacidad aumenta en condiciones de pobreza: la proporción de 1 cada 10 se duplica a 1 cada 5.6
Si bien no en todos los casos existe la relación directa discapacidad-pobreza, ante la aparición de la discapacidad es mayor la probabilidad de que quienes vivían sobre la línea de pobreza se vean arrastrados hacia abajo, con el consiguiente mayor riesgo de desnutrición, vivienda inapropiada, falta de instrucción y menos oportunidades de trabajo e inclusión social.7 Aun entre los pobres, se considera a los discapacitados los más pobres y, como analizaremos más adelante, los más proclives a vivir en condiciones de pobreza extrema, aislamiento y a ser víctimas de abusos.8 Para poder avanzar en un proyecto integral de derechos económicos, sociales y culturales, los discapacitados no pueden quedar excluidos.
El principal problema que enfrenta el discapacitado no es su deterioro particular sino el estigma social y la inexorable violación de sus derechos económicos, sociales y culturales (así como de los civiles), que lo limitan para alcanzar sus máximas posibilidades; por ejemplo, la tasa global de alfabetización de los adultos con discapacidades es de 3%, y próxima a 1% la que corresponde a las mujeres con discapacidades, según datos de la UNESCO.9 Conforme a estimaciones realizadas, la tasa de desempleo de los discapacitados generalmente sube hasta 80% o más y, probablemente, esto sea cierto en la mayor parte de América Latina10 donde, igual que en todos los países en desarrollo, el trabajo más frecuente del discapacitado fuera del hogar sigue siendo la mendicidad.11
El estigma social asociado a la discapacidad y el entorno de política paternalista que impera en América Latina fomentan el desarrollo de regímenes legales que prohíben el voto o la participación de los discapacitados físicos, sensoriales, intelectuales y mentales en el proceso electoral (por ejemplo, Guyana, Paraguay, Suriname, Uruguay, Ecuador, Chile, Brasil, Argentina, Bolivia, Costa Rica, El Salvador, Nicaragua, Belice) y con ello restringen su poder político.
En América Latina, los derechos de los discapacitados han merecido muy poca atención, excepto en la literatura, escasa, pero en franco crecimiento, sobre el derecho a la educación para el niño discapacitado y estudios sobre el derecho al voto para la persona con discapacidad.12 También sorprende la ausencia de datos sociales y demográficos sobre las poblaciones de discapacitados físicos y mentales; la excepción está dada por estudios específicos provenientes de varios países latinoamericanos en los que los planes de mantenimiento del ingreso y las iniciativas generales sobre el cuidado sanitario han promovido la creación de estadísticas de servicios médicos, de rehabilitación o educación.13 Para que los mecanismos de defensa sean más eficaces se necesita mejorar —ampliar, actualizar— la documentación existente sobre la condición económica, social y cultural de la población de discapacitados, y los derechos correspondientes. Tampoco se ha tenido muy en cuenta la manera de incorporar al discapacitado a iniciativas sobre derechos humanos o campañas más amplias a favor de la justicia social. Semejante exclusión hace de esta población un sector único en el espectro de los grupos marginales.
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